Hace escasos meses, el Palau de La Virreina de Barcelona acogió una imprescindible exposición titulada De la Factory al Mundo: Fotografía y la Comunidad de Warhol. La mayoría del espacio estaba monopolizado tal como prometía su nombre por una sucesión de instantáneas de la Factory y sus sospechosos habituales, fotografías con las que uno podía llegar a oler el aroma de esos días de vino, rosas y LSD. La sorpresa, al menos para el que esto firma, aguardaba al girar la última esquina. Allí, algo escondidas, se encontraba otra colección de imágenes que parecían no importar a nadie.
Habían sido tomadas a lo largo de los años, si no recuerdo mal todas ellas estaban fechadas después del frustrado intento de homicidio contra Warhol. En ellas el de Pittsburgh se inmortalizaba a lo largo del Globo. Uno podía ver al célebre artista, por ejemplo, frente a la Gran Muralla, en una pose no muy distinta a la que tienen mis padres cuando veranean en Benidorm. Eran fotos sin más, probablemente las que menor valor tenían de todo el catálogo artístico y, sin embargo, me llamaron poderosamente la atención. En contra de lo que uno podía esperar no había en ellas pizca del ego desbocado que se le suele presuponer a Warhol. En cambio, lo que sí encontraba uno, o eso me pareció a mí, era una absoluta generosidad. La necesidad de inmortalizar absolutamente cada rincón, cada esquina que se cruzaba. Con gesto maniático, obsesivo. Para que no quedara nada sin registrar, sin documentar. Es cierto que muchas tenían un ligero tufo a Carmen Sandiego de safari, pero lo importante era lo que transmitían: un hombre fascinado por lo que sus ojos observaban y que no dejaba de gritarnos a pleno pulmón: Ey, chavales, ¿habéis visto ya lo bello que es esto? Porque, de lo contrario, ya podéis ir moviendo el culo y venir para aquí.
En los últimos días varias noticias escasamente relevantes sobre Instagram se han agolpado en mi lector de feeds. Que si una bella modelo la aprovecha para enseñar sus pechos, que si un par de divas del pop se lanzan sutiles ataques… Y leyendo todo esto no he podido evitar preguntarme cuál es el uso que le da cada uno de nosotros a este canal. Una de las críticas más habituales sobre los Medios Sociales es que fomentan la cultura del Yo, que son puro narcisimo. Y, de repente, he pensado que los que defienden esa postura quizás estén siendo estrechos de mira. Por citar el caso de la modelo, ¿acaso hay algo más bonito que disfrutar de un bello y proporcionado cuerpo? Dicho de otra manera, quizás no haya nada malo, al contrario, en fotografiar todo aquello que consideremos realmente hermoso, empezando por nosotros mismos, y en compartirlo con todos los que nos importan. Con ansiedad, con compulsión. Sin pausa, sin medida. Imaginaos un Lamborghini a toda velocidad. Pasará sólo un segundo por delante de vosotros. Es ahora o nunca. Y, lo cierto, es que aunque la foto quede borrosa, ¿se os ocurre algo más maravilloso que intentar capturar cómo nos despeina? Sí, contarlo después .
Andy Warhol, primer instagramer
Etiquetas: Andy Warhol
Hace escasos meses, el Palau de La Virreina de Barcelona acogió una imprescindible exposición titulada De la Factory al Mundo: Fotografía y la Comunidad de Warhol. La mayoría del espacio estaba monopolizado tal como prometía su nombre por una sucesión de instantáneas de la Factory y sus sospechosos habituales, fotografías con las que uno podía llegar a oler el aroma de esos días de vino, rosas y LSD. La sorpresa, al menos para el que esto firma, aguardaba al girar la última esquina. Allí, algo escondidas, se encontraba otra colección de imágenes que parecían no importar a nadie.
Habían sido tomadas a lo largo de los años, si no recuerdo mal todas ellas estaban fechadas después del frustrado intento de homicidio contra Warhol. En ellas el de Pittsburgh se inmortalizaba a lo largo del Globo. Uno podía ver al célebre artista, por ejemplo, frente a la Gran Muralla, en una pose no muy distinta a la que tienen mis padres cuando veranean en Benidorm. Eran fotos sin más, probablemente las que menor valor tenían de todo el catálogo artístico y, sin embargo, me llamaron poderosamente la atención. En contra de lo que uno podía esperar no había en ellas pizca del ego desbocado que se le suele presuponer a Warhol. En cambio, lo que sí encontraba uno, o eso me pareció a mí, era una absoluta generosidad. La necesidad de inmortalizar absolutamente cada rincón, cada esquina que se cruzaba. Con gesto maniático, obsesivo. Para que no quedara nada sin registrar, sin documentar. Es cierto que muchas tenían un ligero tufo a Carmen Sandiego de safari, pero lo importante era lo que transmitían: un hombre fascinado por lo que sus ojos observaban y que no dejaba de gritarnos a pleno pulmón: Ey, chavales, ¿habéis visto ya lo bello que es esto? Porque, de lo contrario, ya podéis ir moviendo el culo y venir para aquí.
En los últimos días varias noticias escasamente relevantes sobre Instagram se han agolpado en mi lector de feeds. Que si una bella modelo la aprovecha para enseñar sus pechos, que si un par de divas del pop se lanzan sutiles ataques… Y leyendo todo esto no he podido evitar preguntarme cuál es el uso que le da cada uno de nosotros a este canal. Una de las críticas más habituales sobre los Medios Sociales es que fomentan la cultura del Yo, que son puro narcisimo. Y, de repente, he pensado que los que defienden esa postura quizás estén siendo estrechos de mira. Por citar el caso de la modelo, ¿acaso hay algo más bonito que disfrutar de un bello y proporcionado cuerpo? Dicho de otra manera, quizás no haya nada malo, al contrario, en fotografiar todo aquello que consideremos realmente hermoso, empezando por nosotros mismos, y en compartirlo con todos los que nos importan. Con ansiedad, con compulsión. Sin pausa, sin medida. Imaginaos un Lamborghini a toda velocidad. Pasará sólo un segundo por delante de vosotros. Es ahora o nunca. Y, lo cierto, es que aunque la foto quede borrosa, ¿se os ocurre algo más maravilloso que intentar capturar cómo nos despeina? Sí, contarlo después .